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Los cambios jurisprudenciales y el paso del tiempo: ¿eventuales causantes de perjuicios?

  • Foto del escritor: Elías Salazar Gómez
    Elías Salazar Gómez
  • 27 ago
  • 13 Min. de lectura

 

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Sentencia 70224 del 9 de abril de 2025


  1. La síntesis del litigio


1.1. Resumen de los hechos


El 20 de julio de 2010, un ciudadano colombiano se posesionó como Representante a la Cámara por el departamento de Sucre para el periodo comprendido entre 2010 y 2014. No obstante lo anterior, en octubre de 2012, la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo decretó la pérdida de investidura del primero. Esto porque el padre del Representante era Secretario General de la Alcaldía de Sincelejo y ello implicaba una vulneración del artículo 179 de la Constitución Política que prohíbe ser congresista a quienes tengan un vínculo hasta el tercer grado de consanguinidad con funcionarios que ejerzan autoridad civil.

 

Luego, el 16 de enero de 2013, el Representante a la Cámara interpuso (I) un recurso extraordinario de revisión y (II) una petición de tutela en contra de la citada decisión. Ambos mecanismos extraordinarios fueron declarados infundados, pero la tutela llegó al conocimiento de la Corte Constitucional por vía de revisión, quien dejó sin efectos la sentencia restrictiva de los derechos políticos del ciudadano al considerar que se había incurrido en un defecto sustantivo.

 

1.2. Trámite del proceso, en su etapa ordinaria

 

El Representante a la Cámara y algunos familiares suyos interpusieron un medio de control de reparación directa en contra de la Nación - Rama Judicial. En primera instancia, luego de agotar todas las etapas procesales pertinentes, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca negó las pretensiones al considerar que (I) la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo emitió una decisión razonada y (II) la sola diferencia de postura de la decisión litigada y la postura de la Sección Quinta del Consejo de Estado no era suficiente para estimar un error jurisdiccional.

 

Los demandantes interpusieron recurso de apelación respecto de la decisión, invocando que la decisión del Consejo de Estado que decretó la pérdida de investidura fue declarada errónea por la Corte Constitucional y que se presentaba un auténtico daño antijurídico.

 

  1. La posición del Consejo de Estado


El Consejo de Estado conoció del recurso de apelación interpuesto por la parte demandante. En esta oportunidad, comenzó por aclarar que el reproche objeto de estudio no podía radicar en un error jurisdiccional -que, según el artículo 67.2 de la Ley 270 de 1996, exige una decisión ejecutoriada-, sino en una falla en el servicio. Punto sobre el cual, el Juzgador evalúa los requisitos de procedencia y detalla el problema jurídico.

 

En síntesis, la decisión del mayor órgano de decisión de la justicia contencioso administrativa se centra en establecer si la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo causó algún daño antijurídico por proferir una sentencia de pérdida de investidura (I) en aplicación de un régimen objetivo, (II) bajo un precedente distinto del consagrado por la Sección Quinta del Consejo de Estado y (III) en desmedro de postulados de favorabilidad, confianza legítima y seguridad jurídica.

 

Desarrollo para el cual realizó algunas referencias relevantes: “...la interpretación de los hechos, la valoración probatoria y la aplicación del derecho no siempre arrojan resultados hermenéuticos unificados, por lo que es perfectamente válido dentro del ordenamiento jurídico que distintos operadores judiciales apliquen la misma norma o examinen la misma situación fáctica a partir de entendimientos o conceptos diferentes que, igualmente, proyectan tesis dispares. No obstante, esa falta de unidad interpretativa entre órganos judiciales en modo alguno puede conducir a la causación de un daño con caracteres de antijuridicidad, cuando la postura acogida como única respuesta ha sido razonada y jurídicamente argumentada”.

 

Y, por otro lado: “Así pues, concluye la Sala que las sentencias que la Corte Constitucional deja sin efectos con ocasión de la expedición de una sentencia hito, que enmarca un cambio jurisprudencial no enmarcan un daño antijurídico, siempre que hayan sido adoptadas de manera fundamentada, de conformidad con las normas y jurisprudencia vigentes al momento en que se profirieron”.

 

  1. Breves comentarios de Tamayo Jaramillo y Asociados S.A.S.

 

3.1. La jurisprudencia como imperante modelo interpretativo

 

Desde una perspectiva clásica del derecho, la ley es la que lo crea y la jurisprudencia la que únicamente lo aplica. Premisa que tiene sentido cuando se considera que el legislador, bajo una adecuada interpretación de la sociedad, prevé una norma general que atiende la necesidad de aquello que se pretende regular. En el fondo, la norma equipararía una partitura musical, en virtud de la cual el juzgador, como el músico que busca sorprender el oído del público, las aplica y genera aplausos o chiflidos.

 

Esa partitura que mencionamos es pensada y desarrollada en un pentagrama específico, que luego puede ser variado por el comportamiento de la audiencia destinataria del mismo. El músico -que es en nuestro caso el juez- podría, al interpretar la partitura, prever la necesidad de modificarla para acoplar un mejor ritmo u obtener una destacable melodía que se acople a lo que la audiencia espera. Cambio que entonces podría luego ser aplicado por otros músicos, quienes podrían aplicar la misma melodía con los cambios propuestos por su predecesor o implementar otros nuevos y, en el fondo, dejar de lado la partitura original, que ellos no cambiarían por no ser el compositor.

En ese estado de cosas, ¿el cambio de partitura es una verdadera alternativa?, ¿ese cambio resulta per se extensible a todas las audiencias?, ¿el compositor debe prever tales cambios y es su labor ajustarlos?

 

Pasando la anterior comparación y volviendo al escenario propio del derecho, corresponde plantear que los juzgadores -auténticas personas pensantes y no simples repetidores- encuentran, según los cambios sociales, vacíos legales que se atreven a suplir. Situación que genera que esa ley creada como herramienta para resolver conflictos sea objeto de variadas interpretaciones y que luego entre juzgadores se valgan de interpretaciones anteriores para extenderlas o aplicar nuevas. El derecho se convierte entonces en una herramienta no solo establecida en la ley, sino en las mismas decisiones proferidas por los jueces y que previenen a los mismos ciudadanos a la hora de enfrentarse en un litigio.

 

Respecto de lo aquí dicho, Dworkin planteaba que “el derecho es un concepto interpretativo. Los jueces deberían decidir qué es el derecho al interpretar la práctica de otros jueces cuando deciden qué es el derecho[1].

 

Posición que también sustentaba Bonorario, al indicar: “esta interpretación -la constructiva-, en materia de derecho, exige de los jueces hallar en los casos difíciles la más correcta interpretación constructiva de la estructura política, de las prácticas sociales y del material normativo (normas escritas o antecedentes jurisprudenciales según el sistema), teniendo en cuenta esa interpretación los principios que coherentemente priman en esa comunidad[2].

 

A fin de cuentas, el juzgador parte de una norma, pero toma un rol importante y analiza, según incluso sus propias convicciones, la forma en la que la debe aplicar. El juzgador no puede quedarse de brazos cruzados, porque igual le corresponde aplicar la norma en armonía con la Constitución e incluso con otros postulados estimados como superiores.  Sin embargo, ¿de qué forma lo hace?, ¿hasta qué punto le es factible? y ¿quién lo podría corregir?

 

3.1.1. La motivación de la decisión como suficiente esfera de agotamiento del derecho de acción y en ese sentido ¿suficiente excepción a cualquier reclamo de perjuicios?

 

Los jueces, vistos como terceros heterocomponedores que resuelven un litigio propuesto por dos partes, siempre tienen el deber de fundamentar sus decisiones -como lo establecen los numerales 6 y 7 del artículo 42 del Código General del Proceso-. Al final eso es lo que espera la parte que le propone un litigio. Ellos, al proyectar sus providencias, analizan de forma sistemática la norma prevista por el legislador para el caso encomendado, pero también la interpretación que de esta ha tenido el mayor órgano de decisión dentro de la justicia a la que corresponde.

 

En todo caso, las anteriores herramientas pueden resultar insuficientes para los jueces, quienes podrían, emparejados con los medios de prueba aportados y practicados, identificar falencias de la norma y su interpretación para resolver el caso concreto. Con lo cual, los juzgadores, aún en contravía de la mayoría, podrían explicar y dar razones por las cuales considerarían que el caso en particular que conoce amerita de una decisión divergente.

 

Ahora bien, esa decisión divergente no puede darse tan a la ligera, puesto que el precedente judicial -que refleja las interpretaciones ya brindadas por otros juzgadores- lo vincula. Así se ha entendido en el ordenamiento jurídico colombiano:

 

“...la decisión, o el conjunto de decisiones, que sirve(n) de referente al juez que debe pronunciarse respecto de un asunto determinado, por guardar una similitud en sus presupuestos fácticos y jurídicos, y respecto de los cuales la ratio decidendi constituye la regla… que obliga al operador jurídico a fallar en determinado sentido, pues la pluralidad de decisiones es lo que caracteriza la jurisprudencia, cuya fuerza vinculante, como ya se explicó, surge de la repetición en cuanto a la forma como se ha fallado un caso, por parte del órgano de cierre[3].

 

Este, de una lectura rápida, sugeriría que el juez no tiene otro camino que aplicarlo. Sin embargo, en concordancia con la independencia también reconocida a los juzgadores, se les permite apartarse, siempre y cuando expliquen las razones por las cuales consideran que la subregla ya aplicada no los satisface y dejar sentado de forma clara y precisa tales razones.

 

Así las cosas, sería apenas plausible que se entienda que un juez en aplicación de tales postulados de independencia cause eventuales perjuicios a la audiencia receptora de sus decisiones. En cualquier caso, acá ya entraría en juego el mismo postulado del derecho de acción, puesto que el demandante, al promover el litigio, lo que espera es una decisión motivada y no una decisión que le conceda el derecho material que propone. Entonces, ¿qué motivación se le exige?

 

Cualquier interpretación y/o alternativa de solución a la anterior problemática debería ser siempre vista con pinzas, puesto que podría llegarse al absurdo de pensar que quien no esté de acuerdo con una decisión, simplemente, enmarque tal desacuerdo con la existencia de una indebida motivación. Realmente, lo que se espera del juzgador es que, en armonía con los medios de prueba que las partes procesales decidan llevarle, tenga la capacidad de decidir conforme a lo que el ordenamiento le exige. Una decisión motivada siempre generará detractores, pero estos se irán igualmente tranquilos sí escuchan explicaciones.

 

Es que piénsese, por ejemplo, en la forma en que los órganos de las distintas justicias -ordinaria y contencioso administrativa- abordan problemas similares. Una cosa es que en la primera la concesión de perjuicios extrapatrimoniales tenga límites tenues -muy dependientes de la libertad judicial- y otra cosa es que en la segunda tales concepciones sean más rígidas y casi que aplicables de forma matemática. Un litigante no podría sentirse defraudado porque la primera no le aplique la posición de la segunda, puesto que su tranquilidad será precisamente la motivación que le brinden, incluso cuando en casos similares, solo por la concepción individual del hecho valorado en concreto, le concedan más o menos que en otros.

 

Ahora bien, abordando el mismo ejemplo de los perjuicios extrapatrimoniales -en este momento tan sonante con la expedición de la sentencia SC-072-, ¿el cambio de topes en materia ordinaria genera que se haya vulnerado la posición de las personas que ya obtuvieron sentencias? Claramente no. En este caso, la Corte Suprema de Justicia realizó una nueva interpretación y coligió que era necesario plantear cambios, pero eso no significa que esté dejando sin efectos las decisiones que ya se habían proferido, porque, en todo caso, deja en evidencia que respeta la motivación. A fin de cuentas, incluso con esa decisión, un juzgador podría decidir apartarse -tanto para más como para menos- y su sola decisión apartando no sería suficiente para sostener que causó perjuicios.

 

Con todo esto, queda entonces claro que un solo cambio de concepción jurisprudencial no es suficiente para estimar que se causa un perjuicio, puesto que, en materia judicial, la igualdad no radica en solo replicar, sino en obtener decisiones motivadas que resuelvan propiamente el litigio. La tarea para definir que un juzgador actuó mal sería demostrar errores fundamentales.

 

3.2. El cambio de jurisprudencia como elemento causante de dudas

 

Las anteriores inquietudes respecto de la forma en que podrían decantarse las decisiones de los juzgadores en la consolidación de alguna jurisprudencia denotan un problema importante: el paso del tiempo. Esta problemática no fue prevista por nuestro constituyente, puesto que él no sabía que tantos cambios sociales nos llevarían a la fatídica situación de litigios desbordados. Sin embargo, en este estado de cosas, ¿qué puede hacerse?

 

Para nadie es un secreto que las decisiones judiciales en nuestro país, por un asunto de congestión que sobrepasa a los mismos juzgadores, dificulta en cierta forma la resolución de los litigios. Una demanda puede formularse con la intención de aplicar la consecuencia jurídica de una determinada norma, pero no puede dejar de lado la jurisprudencia (que, como se dijo, en principio sí vincula al juzgador que le resolverá el litigio propuesto), la cual le daría una premisa, pero, con el agotamiento de las etapas propias de un juicio, sufrir de cambios en cuanto a las expectativas de resolución del proceso durante la práctica probatoria.

 

En ese sentido, si se partiera de la hipótesis de que los cambios jurisprudenciales podrían ser causantes de perjuicios, ¿la intención se refiere a que alguien responda por el paso del tiempo? El objeto de la pregunta radica en que los citados cambios jurisprudenciales podrían causar que múltiples litigios propuestos, con ocasión de similares hechos, sean resueltos de forma divergente; solo porque su diferencia es el momento y el contexto bajo el cual se resolvieron.

 

En los párrafos anteriores ya se vieron las razones por las cuales el solo cambio de una decisión no es causante de perjuicios, pero ¿aplica igual para los casos en los que solo se cuestiona el paso del tiempo? Por ejemplo, un litigio que habría demorado 10 años en resolverse, seguramente, tendrá muchos cambios de posiciones generados por los mismos modelos sociales que legitiman a los juzgadores apartarse de los precedentes y construir nuevos.

 

Así, ¿quién respondería? Decir que el demandado sería hacerlo acreedor de una obligación por conceptos de justicia y desincentivaría con creces el ejercicio de cualquier actividad de su parte. Pensar que el demandante sería enviarle un mensaje consistente en que su litigio dependería de una ruleta, donde el tiempo -que no depende de él- le determinaría el éxito. Estimar que el juzgador sería culparlo por fundamentar su decisión en cuanto a lo que le corresponde.

 

La verdad es que la solución de esa pregunta genera una finalidad utópica, puesto que, como se ha dicho hasta acá, la obligación del juez es proferir una decisión motivada. Esto es, consintiendo el precedente o apartándose de él con argumentos. Pensar que la seguridad jurídica se definiría porque todos los casos similares sean resueltos de la misma forma siempre sería fijar reglas tan rígidas que no funcionarían en algún momento que se presente un cambio social; pero, a su vez, considerar que la seguridad jurídica se decantaría porque todos los litigios dependan de la concepción del juez que motive implicaría someter a los litigantes a constantes inquietudes.

 

Así las cosas, ¿cuál es el límite? En este corto escrito, nosotros no alcanzamos a identificarlo. Sin embargo, sí consideramos que, ante el estado actual del arte, la labor del litigante no radica entonces en simplemente invocar decisiones que le den la razón, esperando que, como una fórmula matemática, así le resuelvan su caso concreto; sino que consiste en convencer propiamente al juzgador con razones por las cuales debe concederle lo que pide.

 

Y cuidado, aquí no se sugiere que el litigante lo haga en contravía de las disposiciones legales. Estas deben ser tenidas en cuenta, pero, ante el inconveniente de su aplicación limitada a los cambios sociales, la jurisprudencia tampoco le dará la solución final. Ante una realidad divergente del esquema ideal de decisiones judiciales en corto tiempo, los operadores judiciales adquieren el auténtico deber de centrarse en el litigio propio y no solo en precedentes.

 

3.2.1. La responsabilidad del Estado por la mora judicial

 

Ahora bien, la sentencia que resuelve el litigio puede contener una decisión motivada -lo cual representaría el cumplimiento de la expectativa del derecho de acción-, pero no siempre marcaría el punto final. Las partes podrían conservar cierto descontento y considerar que el tiempo habría sido el factor determinante para que su expectativa -marcada por una línea de decisiones que lo acompañaba al formular la demanda, pero cambiaría en el lapso del proceso judicial- no se viera satisfecha.

 

Lo anterior es un punto distinto, pues el reproche no radicaría en que una decisión se aparte de un desarrollo jurisprudencial previo -se parte, nuevamente, de la premisa de una decisión motivada-, sino una decisión que no habría respetado mínimos temporales y habría dejado sumido en la inquietud por un término irrazonable a las partes.

 

Este problema, sí fue previsto por el legislador, que estableció límites temporales para el cumplimiento de los deberes judiciales -ver, por ejemplo, el artículo 121 del Código General del Proceso-. Sin embargo, la regla, que fue fijada bajo un esquema de funcionamiento ideal de la justicia, no se compadece con las altas cargas laborales de los juzgadores; quienes se ven imposibilitados de cumplir con tales disposiciones.

 

De tal forma que se queda al margen del concepto de la mora judicial y sus eventuales implicaciones para los sujetos procesales involucrados en un litigio. El artículo 68 de la Ley 270 de 1996 tiene establecido -como un caso independiente al error judicial- que “quien haya sufrido un daño antijurídico, a consecuencia de la función jurisdiccional tendrá derecho a obtener la consiguiente reparación”. En desarrollo del mismo,  la jurisprudencia del Consejo de Estado ha establecido hechos generadores de responsabilidad civil cuando hay mora judicial. Para lo cual se tiene dicho que no basta la sola prueba del paso del tiempo, sino que se debe valorar (I) la complejidad del asunto, (II) el comportamiento del recurrente, (III) la forma como fue tramitado el caso y (IV) el volumen de trabajo que tenía el despacho de conocimiento y los estándares de funcionamiento, que no se asemejan a los términos de ley, sino al promedio de duración de procesos similares al reputado como moroso[4].

 

Así las cosas, un operador judicial que evidencie que un juzgador se toma más tiempo del razonable para resolver su litigio podría (I) promover mecanismos extraordinarios que le aseguren la protección de su derecho de acceso a la administración de justicia y (II) si considera que el paso del tiempo es irrazonable y denota una auténtica omisión -con todas las cargas que la acreditación de este comportamiento implica- le causa perjuicios, eventualmente reclamar.

 

Sin embargo, solo queda una inquietud por plantear: ¿el reproche recae propiamente sobre la actividad del Juzgado -como ha parecido desarrollarse- o sobre un fracaso de la labor del Estado como centro de ejercicio de la fuerza legítima?

 

3.3. Conclusión


En resumen, la intrínseca labor interpretativa del juez, fundamental para la evolución del derecho y la adaptación a las realidades sociales, se enfrenta al complejo desafío de los cambios jurisprudenciales y la prolongación de los procesos judiciales; si bien la motivación de la decisión judicial es el pilar que legitima el actuar del juzgador y confiere previsibilidad al sistema, incluso frente a divergencias o evoluciones de criterio, la dilatación en el tiempo de los litigios puede distorsionar las expectativas iniciales de las partes, generando interrogantes sobre la eventual responsabilidad por perjuicios derivados de tales cambios, sin que una solución simplista que atribuya la carga a alguna de las partes o al juzgador resulte deseable, lo que invita a una reflexión profunda sobre las herramientas existentes para conciliar la necesaria predictibilidad con la indispensable adaptabilidad del derecho colombiano. Como planteó Marco Aurelio: “El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y esta también va a ser arrastrada[5].



[1] Dworkin, R. (1991). El imperio de la Justicia: de la teoría general del derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica. Traducción por Claudia Ferrari. Gedisa Editorial. p. 287.

[2] Bonorario, P. (2003). Integridad, derecho y justicia. Una crítica a la teoría jurídica de Ronald Dworkin. Siglo del Hombre Editores. p. 58.

[3] Consejo de Estado. 11 de febrero de 2016. C.P. Rocio Araujo Oñate. Rad. 11001031500020150335800.

[4] Ver Consejo de Estado. Sentencia No.  45234. 5 de diciembre de 2017.

[5] Marco Aurelio. Meditaciones. Traducción de Ramón Bach. Crítica. Libro IV. p. 94.



 
 
 

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